Cuando a los 14 años recibí la Confirmación, Rubén, mi padrino, me regaló un libros sobre la vida de San Juan Bosco. La figura del sacerdote turinés me fascinó. Y entre los personajes que desfilaban en las páginas del libro (Cavour, los reyes de Italia y Francia, Garibaldi) me llamó mucho la atención la figura de Domingo Savio. Nacido el 2 de abril de 1842, falleció con fama de santo el 9 de marzo de 1857: a los 14 años. La coincidencia de edades me llamó la atención. Busqué información pero (no eran tiempos de Internet) apenas conseguí algún dato suelto.Hasta que en una de mis frecuentes visitas a librerías de usados encontré una joya: el libro "Escritos fundamentales de Don Bosco", de la B.A.C. Allí se encontraba la biografía de Santo Domingo Savio, redactada por quien más lo conocía.
En mis clases a chicos de primaria, solía contar historias. A veces me iba bien, otras no. Pero cuando conté la de Domingo noté que los chicos quedaban electrizados. Así que me decidí a ponerla por escrito.
La primera edición se llamaba "El chico que quería ser santo", parafraseando a un cuento de Dino Buzzatti ("El hombre que quería sanarse"). A partir de la información precisa de Don Bosco, escribí la historia con un narrador compañero de Domingo (Lucas Fiorini) construido a partir de otras biografías de alumnos escritas por el santo (como la de Miguel Magone). Lucas admira a Domingo, pero su personalidad colérica me sirve de contrapunto y le da ritmo a la narración. La publiqué en Homely en el 2005, una edición de 1000 ejemplares. El libro se vendió bien, porque era un buen regalo para la Primera Comunión o para la Confirmación. Cinco años después estaba agotado y Ediciones Logos volvió a publicarlo. Me sugirieron cambiar el título, para reflejar mejor el contenido ("Mi amigo Domingo Savio"). Le hice algunos pequeños cambios en el vocabulario, y se ha seguido vendiendo bien.
sábado, 23 de febrero de 2013
El mundo era una isla
Siempre me
gustaron los libros. Veía leer a mis padres (sigo pensando que el ejemplo es
una de las mejores maneras de promover la lectura) y en mis cumpleaños nunca
faltaba el regalo de un libro de la colección Robin Hood.
En 1975 cambié la
calidez de mi hogar en Olivos por el rigor de Río Santiago. En esos duros
comienzos (me costó muchísimo adaptarme, aunque –curiosamente- nunca me pasó
por la cabeza pedir la baja), uno de los pocos sitios amigables era la
Biblioteca. Con Enrique Estévez, compañero de 1ero 4ta, nos recomendábamos
libros de la Colección Minotauro: “Los cristales soñadores”, de Sturgeon, “La
tierra permanece”, de Stewart, “El señor de las moscas”, de Golding y todo lo
que había de Bradbury. La conversación sobre libros durante la tregua del
recreo mayor, sentados en aquellos bancos de la plaza de armas, es uno de mis
mejores recuerdos.
Mi padre escribía
libros jurídicos, ensayos políticos y artículos periodísticos, así que el
proceso de escritura me era familiar: lo veía muchos sábados y domingos
aporreando la máquina de escribir, revisando las pruebas de galera y celebrabamos
como un acontecimiento la llegada de los libros o del diario que había
publicado sus reflexiones. Escribir estaba en mi ADN.
Mis primeras
publicaciones aparecieron en la revista Proa al Mar. La experiencia de verme en
letras de molde y recibir comentarios de los lectores me resultó fascinante.
Además, ser alumno del legendario profesor José María Ferrero, el Baco, fue
otro poderoso estímulo para apreciar la literatura con entusiasmo. Leíamos a
Hemingway, a Ibsen, a Maupassant… y lo conversábamos con él.
Cuando estaba en
5to año, el test de orientación vocacional me dio Letras. Sin embargo, el día
de inscripción en la UBA, dudé y decidí anotarme en Filosofía. Mis lecturas me
habían llevado a aguas profundas: Guitton y Maritain eran filósofos y dejé que
su influencia me desviara de la literatura. Tuve el gusto de reencontrarme con
Charlie Feiling en los pasillos de la sede que entonces tenía Filosofía y
Letras en la calle Marcelo T. de Alvear. Charlie, de la XXVII, que estaba en segundo año de Letras, ya se perfilaba
como el crítico y escritor talentoso que llegó a ser.
En 1981, en mi personal
proceso de adaptación a la vida civil (casi tan arduo como el reclutamiento:
nunca me fueron fáciles los cambios), me pasé a Derecho. El rigor de las leyes
(en aquella época, se memorizaba demasiado) y la profusión de razonamientos
lógicos volvió a despertarme el deseo por la literatura, como una evasión. Entre
mis apuntes de Derecho Administrativo o Sucesiones, fui escribiendo anécdotas y recuerdos
liceanos.
En 1986 conseguí
trabajo como profesor en un colegio (daba Educación Cívica). Decididamente litigar
en los tribunales no era para mí y descubrí que lo que más me gustaba era
enseñar y escribir. Al volver del colegio, por las tardes, empecé a redactar
las andanzas de Ernesto (por Ernesto Avendaño, de la XXX, ahijado mío) Riat (apellido
de un compañero de facultad que me sonó bien). El título lo tuve en mente desde
el principio, parafraseando una obra póstuma de Hemingway, “París era una
fiesta”.
En agosto, el
manuscrito estaba terminado y encarpetado. Se lo hice llegar al director de
Liceo, capitán Carlos Alberto Louge, para que me diera su opinión. Este detalle
puede parecer ridículo, pero entonces me pareció natural hacerlo. A las pocas
semanas el Director me envió una carta muy amable, que estará guardada por ahí,
en la que se mostraba entusiasmado con el libro y me invitaba a Río Santiago.
Aproveché el viaje para repasar algunos detalles “in situ”. Un guardiamarina me guiaba, aunque yo sabía más del
Liceo que él. De hecho, al llegar al dormitorio, le señalé que en el pequeño
depósito debajo de la escalera, solíamos tener un “bulo”. El michi abrió la puerta y allí estaban dos
cadetorios in fraganti tomando mate
mientras se fateaban alguna clase. Lamento el episodio, soy consciente que
rompí un código. También fui a la biblioteca y hablé con algunos cadetes (si no
recuerdo mal, uno era Rafael Gambirassi), que estaban estudiando. También entré
a una clase, invitado por el Baco y almorcé en “Versalles”, el comedor de
oficiales.
Entusiasmado, decidí
embarcarme en la publicación del libro. Reboté en unas cuantas editoriales
hasta que un amigo me comentó sobre una que se dedicaba a ediciones de baja
tirada. La editorial se llamaba BAESA (Buenos Aires Edita Sociedad Anónima) y
funcionaba en la librería Córdoba, Paraná 1013, en Capital. Me entrevisté con un
español, José Luis Atienza, que escuchó mi propuesta y me pidió el manuscrito,
para leerlo. En realidad, se lo pasó a un escritor, Juan Luis Gallardo, quien
hizo un juicio favorable al libro aunque sugirió recortarlo un poco, siguiendo
aquel principio: “El secreto para aburrir
es decirlo todo”.
Para la tapa
decidí armar una foto. Le pedí el uniforme a Alejandro Chiaia (chaquetilla y
gorra) de la XXIX, y disfracé a uno de mis alumnos de primer año. Como era el
uniforme que Alejandro había utilizado en sus primeros años de cadete, debí
elegir a uno de los más bajos del curso: Cristián Bonadeo Miguens. La foto la
sacó un compañero de trabajo, Gustavo Potente – sufrido profesor de francés
quien solía reflexionar: “La esperanza es
lo último que se perdió” – en el campo de deporte anexo al colegio. La foto
salió bien, pero una tapa a color estaba fuera del presupuesto de BAESA, así
que hice una yo mismo, caricaturizando una foto de 1979 donde aparecía el Curlo
Wagner frente a la 5ta sección de la compañía de bípedos. Guardé la foto para
más adelante.
Estábamos ya a
fines de 1987. El siguiente paso era transcribir el manuscrito en computadora.
La librería tenía una Macintosh 1984. Como no tenía acceso a otra máquina, un
jueves llegué a la librería pocos minutos antes del cierre y me pasé toda la
noche tipeando y corrigiendo el texto, mientras escuchaba la radio (uno de los
temas del momento era “You´re the voice”, de John Farnham) y tomaba café de un
termo que me habían dejado. Trabajé sin parar hasta las 9 de la mañana, hora en
que volvieron a abrir y me fui a casa. Esta operación se repitió cada jueves
hasta que el libro quedó terminado, unos días antes de Navidad.
Cada día de 1988
estuve esperando que llegaran los libros, pero por un motivo u otro, la
impresión se retrasaba. Finalmente, un día de octubre, Mary, la telefonista del
colegio me avisó que Atienza quería hablar conmigo. Ya tenían ejemplares. Inmediatamente
llamé a mis padres (a quien les dediqué el libro) y salí del colegio (en Munro)
rumbo a la editorial: no podía esperar a tener el libro en mis manos. Fue muy
emocionante, algo parecido a sostener un hijo recién nacido.
Unos días más
tarde me comentaron que ya habían vendido tres libros: dos los había comprado
mi mamá y el otro, mi hermana. A pesar de este comienzo poco alentador, la
primera edición de 300 ejemplares se agotó en un año, así que el editor
insistió con una nueva edición en 1991 y una tercera en 1993.
Pero BAESA cerró
a mediados de los noventa, así que salí a buscar editor nuevamente. Esta vez
fue Homely Editorial, de Sebastián Altieri, quien tomó a su cuidado la 4ta
edición, corregida y ampliada. Para la tapa, utilizamos la foto sacada en 1986.
En la contratapa, pusimos una foto aérea del Liceo que me facilitó Miguel Pérez
Cobo, de la XXIV. En enero de 2003, Homely publicó 2000 ejemplares de muy buena
factura.
Lamentablemente, al
poco tiempo caímos en las garras de un estafador. Habíamos conversado con
Sebastián sobre la distribución del libro y en el suplemento literario La
Nación (que salía los domingos) aparecía un aviso de Ediciones Pasco,
ofreciendo distribución de libros por todo el país. Nos entrevistamos con el
señor Oscar Castellani, sobrino del famoso jesuita. Le dejamos 1000 ejemplares y
quedamos en volver a reunirnos al cabo de seis meses para hacer cuentas. Ese
verano fui a Tucumán y con agrado encontré ejemplares en El Ateneo. Fue la
última sensación agradable relacionada con Ediciones Pasco. Castellani distribuyó
los libros, recibió el pago de las librerías y, como Keyser Soze en “Los
sospechosos de siempre”, desapareció.Hoy, en tiempos
de Internet, de haber googleado el
nombre “Oscar Castellani ediciones” nos habríamos encontrado con un blog (Arte
independiente) donde un grupo de escritores denuncia a este estafador y alerta
a la comunidad literaria sobre sus andanzas.
Volviendo al
libro, muchas veces me han preguntado si es autobiográfico. Aclaro siempre que
no se tratan de mis recuerdos del Liceo o de mi adolescencia. Es cierto que yo
estuve allí en esa época y pasé por muchas de esas situaciones (como todos los
cadetes de aquellos años). Es cierto también que algunos de personajes
existieron, pero no intenté hacer una crónica ni una memoria personal. Yo no
soy Ernesto Riat.
Es ficción, una
novela de iniciación ambientada en el Liceo Naval, un Harry Potter que en vez
de aprender magia hace flexiones de brazos y se divierte navegando mientras los
tremebundos insultos del Chule caen como rayos sobre su ballenera.
De vez en cuando,
alguno me pregunta dónde conseguir ejemplares del libro. Actualmente se
consiguen ejemplares en Librería Juncal (Talcahuano 1288, capital, Tel: 4812-
6062) o en Ediciones Logos (http://www.librerialogos.com/buscar.php?q=El+mundo+era+una+isla&categ=0
), Rosario, donde lo envían por correo a todo el país.
El liceo de “El
mundo era una isla” ya pertenece al pasado, con su tren a Río Santiago, su
ferry, sus movimientos vivos y sus adolescentes sin más tecnología que las
máquinas de escribir de Falconat. El protagonista, poco antes de egresar, tiene
una pesadilla: está en el Liceo, pero no reconoce a nadie. Siente el dolor del
extrañamiento, hasta que comprende lo que ha pasado… y lo acepta. Sabe que él
se irá, pero el Liceo seguirá allí. Era lo que yo pensaba cuando lo escribí, a los
26 años. ¿Quién me habría dicho que de esas construcciones sólo quedarían
ruinas? Los adolescentes de la XXVIII promoción somos ahora fantasmas en un
castillo abandonado…
Termino este
artículo con la cita final del libro, que es de Rabindranath Tagore (de su
libro “Ofrenda lírica”) y que Ernesto Riat hace suya: “Creí que mi último viaje
tocaba ya a su fin, gastado todo mi poder, que mi sendero se había cerrado, que
ya había consumido todas mis provisiones, que era el momento de guarecerme en
la silenciosa oscuridad… pero he visto que Tu voluntad no acaba nunca en mí y
cuando las palabras viejas caen secas de mi lengua, nuevas melodías estallan en
mi corazón, y donde las veredas antiguas se borran, aparece otra tierra
maravillosa…”
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