sábado, 23 de febrero de 2013

Mi amigo Domingo Savio

Cuando a los 14 años recibí la Confirmación, Rubén, mi padrino, me regaló un libros sobre la vida de San Juan Bosco. La figura del sacerdote turinés me fascinó. Y entre los personajes que desfilaban en las páginas del libro (Cavour, los reyes de Italia y Francia, Garibaldi) me llamó mucho la atención la figura de Domingo Savio. Nacido el 2 de abril de 1842, falleció con fama de santo el 9 de marzo de 1857: a los 14 años. La coincidencia de edades me llamó la atención. Busqué información pero (no eran tiempos de Internet) apenas conseguí algún dato suelto.Hasta que en una de mis frecuentes visitas a librerías de usados encontré una joya: el libro "Escritos fundamentales de Don Bosco", de la B.A.C. Allí se encontraba la biografía de Santo Domingo Savio, redactada por quien más lo conocía.

En mis clases a chicos de primaria, solía contar historias. A veces me iba bien, otras no. Pero cuando conté la de Domingo noté que los chicos quedaban electrizados. Así que me decidí a ponerla por escrito.

La primera edición se llamaba "El chico que quería ser santo", parafraseando a un cuento de Dino Buzzatti ("El hombre que quería sanarse"). A partir de la información precisa de Don Bosco, escribí la historia con un narrador compañero de Domingo (Lucas Fiorini) construido a partir de otras biografías de alumnos escritas por el santo (como la de Miguel Magone). Lucas admira a Domingo, pero su personalidad colérica me sirve de contrapunto y le da ritmo a la narración. La publiqué en Homely en el 2005, una edición de 1000 ejemplares. El libro se vendió bien, porque era un buen regalo para la Primera Comunión o para la Confirmación. Cinco años después estaba agotado y Ediciones Logos volvió a publicarlo. Me sugirieron cambiar el título, para reflejar mejor el contenido ("Mi amigo Domingo Savio"). Le hice algunos pequeños cambios en el vocabulario, y se ha seguido vendiendo bien.







El mundo era una isla


Siempre me gustaron los libros. Veía leer a mis padres (sigo pensando que el ejemplo es una de las mejores maneras de promover la lectura) y en mis cumpleaños nunca faltaba el regalo de un libro de la colección Robin Hood.

En 1975 cambié la calidez de mi hogar en Olivos por el rigor de Río Santiago. En esos duros comienzos (me costó muchísimo adaptarme, aunque –curiosamente- nunca me pasó por la cabeza pedir la baja), uno de los pocos sitios amigables era la Biblioteca. Con Enrique Estévez, compañero de 1ero 4ta, nos recomendábamos libros de la Colección Minotauro: “Los cristales soñadores”, de Sturgeon, “La tierra permanece”, de Stewart, “El señor de las moscas”, de Golding y todo lo que había de Bradbury. La conversación sobre libros durante la tregua del recreo mayor, sentados en aquellos bancos de la plaza de armas, es uno de mis mejores recuerdos.


Mi padre escribía libros jurídicos, ensayos políticos y artículos periodísticos, así que el proceso de escritura me era familiar: lo veía muchos sábados y domingos aporreando la máquina de escribir, revisando las pruebas de galera y celebrabamos como un acontecimiento la llegada de los libros o del diario que había publicado sus reflexiones. Escribir estaba en mi ADN.

Mis primeras publicaciones aparecieron en la revista Proa al Mar. La experiencia de verme en letras de molde y recibir comentarios de los lectores me resultó fascinante. Además, ser alumno del legendario profesor José María Ferrero, el Baco, fue otro poderoso estímulo para apreciar la literatura con entusiasmo. Leíamos a Hemingway, a Ibsen, a Maupassant… y lo conversábamos con él.

Cuando estaba en 5to año, el test de orientación vocacional me dio Letras. Sin embargo, el día de inscripción en la UBA, dudé y decidí anotarme en Filosofía. Mis lecturas me habían llevado a aguas profundas: Guitton y Maritain eran filósofos y dejé que su influencia me desviara de la literatura. Tuve el gusto de reencontrarme con Charlie Feiling en los pasillos de la sede que entonces tenía Filosofía y Letras en la calle Marcelo T. de Alvear. Charlie, de la XXVII, que estaba en segundo año de Letras, ya se perfilaba como el crítico y escritor talentoso que llegó a ser.

En 1981, en mi personal proceso de adaptación a la vida civil (casi tan arduo como el reclutamiento: nunca me fueron fáciles los cambios), me pasé a Derecho. El rigor de las leyes (en aquella época, se memorizaba demasiado) y la profusión de razonamientos lógicos volvió a despertarme el deseo por la literatura, como una evasión. Entre mis apuntes de Derecho Administrativo o Sucesiones,  fui escribiendo anécdotas y recuerdos liceanos.

En 1986 conseguí trabajo como profesor en un colegio (daba Educación Cívica). Decididamente litigar en los tribunales no era para mí y descubrí que lo que más me gustaba era enseñar y escribir. Al volver del colegio, por las tardes, empecé a redactar las andanzas de Ernesto (por Ernesto Avendaño, de la XXX, ahijado mío) Riat (apellido de un compañero de facultad que me sonó bien). El título lo tuve en mente desde el principio, parafraseando una obra póstuma de Hemingway, “París era una fiesta”.

En agosto, el manuscrito estaba terminado y encarpetado. Se lo hice llegar al director de Liceo, capitán Carlos Alberto Louge, para que me diera su opinión. Este detalle puede parecer ridículo, pero entonces me pareció natural hacerlo. A las pocas semanas el Director me envió una carta muy amable, que estará guardada por ahí, en la que se mostraba entusiasmado con el libro y me invitaba a Río Santiago. Aproveché el viaje para repasar algunos detalles “in situ”. Un guardiamarina me guiaba, aunque yo sabía más del Liceo que él. De hecho, al llegar al dormitorio, le señalé que en el pequeño depósito debajo de la escalera, solíamos tener un “bulo”. El michi abrió la puerta y allí estaban dos cadetorios in fraganti tomando mate mientras se fateaban alguna clase. Lamento el episodio, soy consciente que rompí un código. También fui a la biblioteca y hablé con algunos cadetes (si no recuerdo mal, uno era Rafael Gambirassi), que estaban estudiando. También entré a una clase, invitado por el Baco y almorcé en “Versalles”, el comedor de oficiales.

Entusiasmado, decidí embarcarme en la publicación del libro. Reboté en unas cuantas editoriales hasta que un amigo me comentó sobre una que se dedicaba a ediciones de baja tirada. La editorial se llamaba BAESA (Buenos Aires Edita Sociedad Anónima) y funcionaba en la librería Córdoba, Paraná 1013, en Capital. Me entrevisté con un español, José Luis Atienza, que escuchó mi propuesta y me pidió el manuscrito, para leerlo. En realidad, se lo pasó a un escritor, Juan Luis Gallardo, quien hizo un juicio favorable al libro aunque sugirió recortarlo un poco, siguiendo aquel principio: “El secreto para aburrir es decirlo todo”.

Para la tapa decidí armar una foto. Le pedí el uniforme a Alejandro Chiaia (chaquetilla y gorra) de la XXIX, y disfracé a uno de mis alumnos de primer año. Como era el uniforme que Alejandro había utilizado en sus primeros años de cadete, debí elegir a uno de los más bajos del curso: Cristián Bonadeo Miguens. La foto la sacó un compañero de trabajo, Gustavo Potente – sufrido profesor de francés quien solía reflexionar: “La esperanza es lo último que se perdió” – en el campo de deporte anexo al colegio. La foto salió bien, pero una tapa a color estaba fuera del presupuesto de BAESA, así que hice una yo mismo, caricaturizando una foto de 1979 donde aparecía el Curlo Wagner frente a la 5ta sección de la compañía de bípedos. Guardé la foto para más adelante.



Estábamos ya a fines de 1987. El siguiente paso era transcribir el manuscrito en computadora. La librería tenía una Macintosh 1984. Como no tenía acceso a otra máquina, un jueves llegué a la librería pocos minutos antes del cierre y me pasé toda la noche tipeando y corrigiendo el texto, mientras escuchaba la radio (uno de los temas del momento era “You´re the voice”, de John Farnham) y tomaba café de un termo que me habían dejado. Trabajé sin parar hasta las 9 de la mañana, hora en que volvieron a abrir y me fui a casa. Esta operación se repitió cada jueves hasta que el libro quedó terminado, unos días antes de Navidad.
Cada día de 1988 estuve esperando que llegaran los libros, pero por un motivo u otro, la impresión se retrasaba. Finalmente, un día de octubre, Mary, la telefonista del colegio me avisó que Atienza quería hablar conmigo. Ya tenían ejemplares. Inmediatamente llamé a mis padres (a quien les dediqué el libro) y salí del colegio (en Munro) rumbo a la editorial: no podía esperar a tener el libro en mis manos. Fue muy emocionante, algo parecido a sostener un hijo recién nacido.

Unos días más tarde me comentaron que ya habían vendido tres libros: dos los había comprado mi mamá y el otro, mi hermana. A pesar de este comienzo poco alentador, la primera edición de 300 ejemplares se agotó en un año, así que el editor insistió con una nueva edición en 1991 y una tercera en 1993.

Pero BAESA cerró a mediados de los noventa, así que salí a buscar editor nuevamente. Esta vez fue Homely Editorial, de Sebastián Altieri, quien tomó a su cuidado la 4ta edición, corregida y ampliada. Para la tapa, utilizamos la foto sacada en 1986. En la contratapa, pusimos una foto aérea del Liceo que me facilitó Miguel Pérez Cobo, de la XXIV. En enero de 2003, Homely publicó 2000 ejemplares de muy buena factura.

Lamentablemente, al poco tiempo caímos en las garras de un estafador. Habíamos conversado con Sebastián sobre la distribución del libro y en el suplemento literario La Nación (que salía los domingos) aparecía un aviso de Ediciones Pasco, ofreciendo distribución de libros por todo el país. Nos entrevistamos con el señor Oscar Castellani, sobrino del famoso jesuita. Le dejamos 1000 ejemplares y quedamos en volver a reunirnos al cabo de seis meses para hacer cuentas. Ese verano fui a Tucumán y con agrado encontré ejemplares en El Ateneo. Fue la última sensación agradable relacionada con Ediciones Pasco. Castellani distribuyó los libros, recibió el pago de las librerías y, como Keyser Soze en “Los sospechosos de siempre”, desapareció.Hoy, en tiempos de Internet, de haber googleado el nombre “Oscar Castellani ediciones” nos habríamos encontrado con un blog (Arte independiente) donde un grupo de escritores denuncia a este estafador y alerta a la comunidad literaria sobre sus andanzas.


Volviendo al libro, muchas veces me han preguntado si es autobiográfico. Aclaro siempre que no se tratan de mis recuerdos del Liceo o de mi adolescencia. Es cierto que yo estuve allí en esa época y pasé por muchas de esas situaciones (como todos los cadetes de aquellos años). Es cierto también que algunos de personajes existieron, pero no intenté hacer una crónica ni una memoria personal. Yo no soy Ernesto Riat.
Es ficción, una novela de iniciación ambientada en el Liceo Naval, un Harry Potter que en vez de aprender magia hace flexiones de brazos y se divierte navegando mientras los tremebundos insultos del Chule caen como rayos sobre su ballenera.
De vez en cuando, alguno me pregunta dónde conseguir ejemplares del libro. Actualmente se consiguen ejemplares en Librería Juncal (Talcahuano 1288, capital, Tel: 4812- 6062) o en Ediciones Logos (http://www.librerialogos.com/buscar.php?q=El+mundo+era+una+isla&categ=0 ), Rosario, donde lo envían por correo a todo el país.
El liceo de “El mundo era una isla” ya pertenece al pasado, con su tren a Río Santiago, su ferry, sus movimientos vivos y sus adolescentes sin más tecnología que las máquinas de escribir de Falconat. El protagonista, poco antes de egresar, tiene una pesadilla: está en el Liceo, pero no reconoce a nadie. Siente el dolor del extrañamiento, hasta que comprende lo que ha pasado… y lo acepta. Sabe que él se irá, pero el Liceo seguirá allí. Era lo que yo pensaba cuando lo escribí, a los 26 años. ¿Quién me habría dicho que de esas construcciones sólo quedarían ruinas? Los adolescentes de la XXVIII promoción somos ahora fantasmas en un castillo abandonado…

Termino este artículo con la cita final del libro, que es de Rabindranath Tagore (de su libro “Ofrenda lírica”) y que Ernesto Riat hace suya: “Creí que mi último viaje tocaba ya a su fin, gastado todo mi poder, que mi sendero se había cerrado, que ya había consumido todas mis provisiones, que era el momento de guarecerme en la silenciosa oscuridad… pero he visto que Tu voluntad no acaba nunca en mí y cuando las palabras viejas caen secas de mi lengua, nuevas melodías estallan en mi corazón, y donde las veredas antiguas se borran, aparece otra tierra maravillosa…”