domingo, 28 de julio de 2013

Para educar el carácter, límites

Al año siguiente (2012) Jorge Chrestia, el director de Logos, me pidió otro libro para el plan de lectores. Esta vez fue muy sencillo: debía escribir sobre los límites. Una vez más, acumulé una veintena de libros sobre la cuestión. Aquí, claramente se destacaron los autores de "Boundaries" (Townsend y Cloud) que además habían ampliado los contenidos de ese libro magistral con otros cinco volúmenes, donde documentaban el tema con abundantes casos clínicos. Aprendí muchísimo de esta investigación. Por supuesto, también recurrí a otros autores como Jaime Barylko, Pilar Sordo, Urra, etc.
Para la tapa elegí una foto de Totín Pan Peralta y su hijo Manuel, tomada en un campamento de padres e hijos a Sierra de los Padres. Los trabajos de corrección los confié a Alejandro Tloupakis. El libro está dedicado a Ernesto (Castellano), director de la primaria de Los Molinos, y su esposa Cristina (Azcona).
El libro salió en 2013 y es más breve, ya que apenas llega a 80 páginas. Esto fue un pedido de la editorial, que me pareció muy razonable. Me obligó a ir a lo concreto, condensando los fundamentos.
Gabriela Lima, del portal Terra, me hizo una entrevista sobre el libro, por lo que le estoy muy agradecido. La entrevista puede leerse en http://vidayestilo.terra.com.ar/para-educar-el-caracter-limites-de-ivan-pittaluga,026db09358aae310VgnVCM5000009ccceb0aRCRD.html

Saberse amado, saberse capaz


Ediciones Logos ya había publicado la segunda edición de "Mi amigo Domingo Savio", que había tenido una buena respuesta del público. Su director, Jorge Chrestia, me propuso escribir un libro para su círculo de lectores (por suscripción, reciben 8 libros al año, a buen precio). En cada entrega, se procuraba incluir un libro para los padres. ¿Había algún tema sobre el que me interesara escribir? Sí, sobre la autoestima. Y trabajé duramente con ese libro. Leí más de veinte libros sobre el tema, y el autor que me pareció más convincente fue Nathaniel Branden. Descubrí también a otros autores que sin tocar directamente el tema, daban muy buenas herramientas: John Townsend, Henry Cloud, John Maxwell, Romano Guardini, y muchos más. Fue un libro en el que trabajé horas y horas. Todos los feriados y fines de semana estuve dedicado a ese libro. Para la tapa, elegí una foto que le habían sacado a Tobías Fay, después de ganar una carrera de fondo en un torneo intercolegial. Me fascinó su expresión de tranquila satisfacción, tal vez porque estaba agotado después del esfuerzo. Entregué el libro a un colega y amigo, Alejandro Tloupakis, quien hizo las veces de corrector. También, desde Logos, recibí el asesoramiento de Ricardo Cravero. Estoy muy conforme con este libro, realmente ha quedado muy bien. Recibí buenos comentarios de los lectores, aunque algunos me comentaron que les hubiera gustado un desarrollo más amplio del tema de los límites. Tomé nota de esto. 

La tarea educativa del tutor

En el 2010 me pidieron de APDES, la asociación propietaria si podía escribir algunos capítulos de un manual para tutores escolares. Fue así que me puse a trabajar en lo que resultaría mi primer libro para docentes: "La tarea educativa del tutor", publicado por Ediciones Logos. El libro llevó mucho trabajo y corrección, tarea que asumió Florencia de las Carreras. Otros capítulos del libro los escribió Florencia Amaya. El manual incluye una amplia sección de anexos donde hay material excelente para las entrevistas con padres, diagnóstico de los alumnos, bibliografía recomendada, etc. 
Además de los documentos que APDES había elaborado durante sus largos años de trabajo, personalmente estaba muy influido por mis lecturas de Stephen Covey (tengo casi todos sus libros, excepto uno que presté... y obviamente nunca más volví a ver). También me fueron de gran utilidad los trabajos de Magdalena Benedit sobre caracterología (publicados por Ucalp). El libro se utilizó en los cursos de tutoría a distancia que dictamos en la plataforma virtual de la institución, junto a Yiyita Greco y Mariana Lagos.
En 2015 salió la segunda edición.

Cómo cosechar buenas notas

En 1996 publiqué un folleto en la editorial Mundo Cristiano (España) que se llamaba "¿Por qué estudiamos?". Apuntaba a dar motivos a los adolescentes para estudiar, algo que fuera más allá de "aprobar". 
Desde entonces, y por mi trabajo de tutor en el Colegio Los Molinos, fui coleccionando libros de técnicas de estudio. La verdad, es que aunque algunos eran muy buenos, todos adolecían de un inconveniente: eran demasiado largos, aburridos, difíciles de poner en práctica si no existía una fuerte motivación. Así que, animado por la editorial "Hacer Familia" (Luego cambió su nombre por "Sembrar valores") escribí un libro de autoayuda para adolescentes. El prólogo del libro lo realizó nada menos que Guillermo Jaim Etcheverry. Fue el primer libro que tuvo una presentación, que realizó el profesor y amigo Santiago Bellomo. Las ilustraciones del libro las realicé yo mismo.
En el diario salteño "El tribuno" publicaron una nota mencionando el libro: http://www.eltribuno.info/salta/Note.aspx?Note=301973

viernes, 26 de julio de 2013

El verano de la golondrina

La editorial Elevé convocó a un concurso para su nueva colección de libros y allí me presenté con "El verano de la golondrina". La historia cuenta las impresiones de Tobías que es invitado a un campo en Victoria (Entre Ríos) por su amigo Monchito. En pocos días tendrán encuentros con ñandúes, yararás, abejas africanas y participarán del rescate de una golondrina. La historia fue más un ejercicio de memoria: cada verano íbamos al campo ("Loma tendida") y yo llevaba a un amigo. Claro que el campo es, fundamentalmente, un lugar lleno de bichos. Cada noche, en cuanto nos sentábamos a cenar éramos asaltados por cascarudos, mamboretás, mariposas nocturnas, arañas, etc. Yo ya estaba acostumbrado a sacar los insectos de la comida y seguir sin problemas, pero algunos de mis amigos la pasaban realmente mal. En tantos veranos, se sucedieron las anécdotas que acumulé en la historia. Es real la anécdota del gallo que muere protegiendo a la gallina de las abejas, es real la persecución del ñandú, es real la anécdota de la yarará que quiere comerse al pichón. La anécdota de la golondrina la leí en una Selecciones y me impactó, así que me sirvió para cerrar la historia. La editora de Elevé es Verónica Suckazer. Actualmente estoy asistiendo a un taller de Literatura Infantil que ella coordina, es una genia. Las ilustraciones del libro son de Agustina Suárez.

La iguana de los Baskerville

Para el concurso Sigmar 2012 volví a enviar una historia de detectives. Esta vez, dejamos de lado a Román y sus investigaciones en la escuela, aparece un nuevo detective (Gastón Buscapina) y su sobrino Bernardo. Deben encontrar la iguana de la suegra de los Baskerville antes de que la irascible mujer vuelva de su viaje a las termas de Cacheuta. Pero la iguana ha escapado por los techos y hay que avisar a los vecinos. Y cada uno de ellos es sospechoso: la malísima Arpía del Corno, que tiene fobia a los reptiles, el mariachi Hernández que añora la sopa de iguana y el Dr. Perrota, un veterinario al que le han encargado que consiga una iguana. La historia tiene una base real: la fuga de la iguana Michael de mi amigo el Dr. Juan Braga Menéndez y su búsqueda por las calles de San Isidro. Me divertí mucho escribiendo esta historia, y por suerte se ve que al prejurado también, ya que la eligió entre los finalistas. Y por suerte la editorial la publicó, con ilustraciones de Ana Sanfelippo. El libro está dedicado a la iguana Michael (la primera iguana con facebook) y a mi amigo Juan. Bernardo (y Jochu), también son personajes reales. El título, obviamente, parodia el célebre libro de Arthur Conan Doyle.

Román y el mensaje misterioso

Durante el 2012 a "La escuela de detectives" le fue muy bien. Visité 13 escuelas que habían adoptado el libro y realmente todas las visitas fueron muy gratas. Con Delfina Uriburu fuimos a Lomas del Mirador, Palermo, Lanús, Temperley, Matanza, etc. Muchos de esos contactos fueron realizados por Marcela.
Ese mismo año volví a salir finalista del premio Sigmar con "La iguana de los Baskerville". En la entrega de premios, Roberto Chwat me preguntó para cuando la segunda parte de "La escuela de detectives". Si bien el libro dejaba una puerta abierta para una continuación, no la tenía escrita, así que me puse a trabajar otra vez con los personajes del primer libro: Román, su abuelo, su amigo Stas y el resto de los personajes. Después de unos meses de trabajo (escribo los fines de semana y algunas noches) y con la guía de Elsa Todoroff, quedó listo "Román y el mensaje misterioso", que fue ilustrado también por Magalí Mansilla. El libro apareció en la feria del libro 2013. Está dedicado a mi sobrina Luisina, aunque todavía falta para que lo lea ya que apenas tiene un año y medio a la fecha.

jueves, 6 de junio de 2013

La escuela de detectives - Publicación y primeras visitas a escuelas

"La escuela de detectives" se publicó en marzo de 2011. Es decir que desde la entrega de premios hasta que tuve el libro en mis manos, pasó casi un año.

La ilustradora del libro fue Magalí Mansilla, que hizo un trabajo magnífico.

Fue mi quinto libro, pero el primero publicado por una editorial grande y como consecuencia de un concurso. Los anteriores habían sido "El Mundo era una isla" (tres ediciones en Baesa y la cuarta en Homely), "A través de las montañas" (Baesa), "Mi amigo Domingo Savio" (primera edición en Homely y segunda en Logos) y "Cómo cosechar buenas notas" (Editorial Sembrar Valores). 

Ese mismo año participé en dos encuentros en colegios. Fui al Colegio Guadalupe, de Palermo, y a la Escuela 16 de Villa Devoto. Nunca había estado en esa situación, pero realmente me sentí muy cómodo. Las preguntas de los chicos, su afecto y su interés por los personajes que yo había creado me emocionó.

Raquel Barthé hizo una elogiosa crítica en "El mangrullito curioso", por la que le estoy muy agradecido: http://www.mangrullitocurioso.com.ar/descargas/MANGRULLITO%2012.pdf

La escuela de detectives - Finalista Concurso Sigmar 2010

En el año 2009 participé en el Concurso Sigmar. Mi trabajo se titulaba inicialmente "Román y la escuela de detectives", pero la coordinadora del taller literario al que por entonces asistía, Elsa Todoroff, me sugirió reducirlo. Su asesoramiento fue muy importante, me ayudó a que los lectores se metieran de entrada en la historia, sin hacer preámbulos innecesarios.

No estaba al corriente de cómo se resolvían esos concursos. Ahora sé que a fines de noviembre (un mes después del cierre) se publican los finalistas, es decir aquellos que fueron seleccionados por el pre-jurado para ser enviados al jurado. En ese entonces, no tenía idea, así que cuando llamaron a casa para avisarme que "mi cuento no había ganado" no entendí demasiado. ¿Habrían hecho lo mismo con todos los concursantes? ¿Y para qué? El malentendido se aclaró más adelante: la editorial descontaba que yo sabía que era finalista y que estaría pendiente del resultado.

Fui a la entrega de premios, muy contento de haber sido finalista en mi primera participación en el concurso. Me dieron un diploma y volví a casa. Me dijeron que era probable que me publicaran el cuento, pero no seguro. Estábamos en el mes de abril de 2010.

La escuela de detectives - El llamado de Platense


Mis padres nacieron en Victoria (Entre Ríos). Cuando yo nací, vivían en Capital Federal. Yo nací en una clínica de Avellaneda. Más tarde, nos fuimos a vivir a Olivos (Pcia. de Buenos Aires).

El Club de la zona era Platense. Por aquellos años, Platense era un club legendario ya que cada campeonato lograba salvarse del descenso de una manera milagrosa. Mis padres iban al Club y yo practicaba voley. Un día veo en la cartelera que se prueban arqueros de la clase 1961. Mi clase.

Y así, a los 15 años, estaba una tarde en la cancha auxiliar de Platense con mi buzo negro, mis pantalones blancos y unos flamantes guantes, listo para la prueba. Éramos tres: un flaco que medía casi dos metros, un gordo enorme y yo, que parecía el hermanito menor.

El entrenador era Topini, arquero de Platense de los años 60. Al verme, me mandó en primer lugar a hacer la prueba. Era una desventaja, porque los otros sabrían de qué se trataba. En la tribuna estaban mis padres. El plantel de Primera y reserva estaba entrenando en esa misma cancha.

La primera prueba fue para evaluar mi "timming" (Eso lo supe después). Debía pararme el el área chica, Topini me lanzaba una pelota bombeada (caía besando el travesaño) y yo debía sacarla. En esa época me gustaba "volar", así que trataba en cada intento de sacar la pelota acrobáticamente, tirándome hacia atrás: era imposible. Me azotaba contra el piso, que era muy duro, sin poder tocar la pelota.

Finalmente Topini, apiadado de los porrazos que me estaba dando, me dijo que debía dar tres pasos hacia atrás y sacarla con la punta de los dedos. El gordo y el flaco no aprovecharon su ventaja: hicieron el mismo papelón que yo.

La segunda fue muy parecida a un pelotón de fusilamiento: una cantidad de pelotas en cada vértice del área y dos pateadores (uno se llamaba Belloni) remataban al arco. El ejercicio me era más conocido, pero la puntería y sobre todo, la potencia de estos ignotos jugadores era terrible. Además cuando ya había pateado uno, tomaba carrera el otro. Las pelotas llegaban como misiles simultáneos al arco y uno iba de un palo al otro, totalmente fuera de control. Una me dio en la cara, otra en un poste, las demás entraron todas y se amontonaron en la red. El gordo y el flaco hicieron el mismo papelón.

La prueba final fue detener a un delantero que venía con pelota dominada. En este caso era Miguel Ángel Juárez, que después jugaría en el Ferro de Griguol. Al primer intento me dejó desparramado en el piso, después de darme un rodillazo en la boca. Mientras me acomodaba la dentadura, Topini me dijo: "Si no se la podés sacar, al menos voltealo". ¡Voltear a semejante bestia!

Fui a tacklearlo, pero me llevó a la rastra. La tercera vez, me gambeteó como si fuera una morsa. Ni me fijé cómo les iba al flaco y al gordo. Tenía dolor en todo el cuerpo.

Al final del suplicio, Topini nos reunió en un costado de la cancha y nos dijo: "Muy bien, muchachos... En cualquier momento los vamos a llamar."

Esa semana, cada vez que el teléfono sonaba pegaba un salto. Pero Topini nunca llamó. De eso hace hoy 36 años. No pierdo las esperanzas, bromeo. Pero dificilmente el ex arquero haya anotado correctamente mi teléfono: después de ese episodio me mudé seis veces...

Esta anécdota también tuvo que ver con "La escuela de detectives", ya que el abuelo de Román le comenta una y otra vez este episodio para enseñar a su nieto que en la vida, no hay que perder las esperanzas...

La escuela de detectives - Mi corta carrera en la profesión


Cuando yo era chico veraneaba (los tres meses) en un campo, en Victoria, Entre Ríos. Una de las tradiciones de la zona es la siesta. Pero a mí, de chico, no me gustaba nada dormir siesta. Con mis padres negociamos que yo haría algo tranquilo durante la siesta (nada de fútbol o pileta) y entonces podía permanecer levantado. Entonces yo leía y dibujaba. Leía de todo, sobre todo historietas.

Algo que me fascinaban eran los avisos que aparecían en esas revistas: aprenda a dibujar, aprenda a tocar el saxofón, aprenda magia... Siempre me impresionó esa capacidad que tenemos de aprender. Pero el aviso que más me intrigaba era el que muestro en la imagen: ¡Entre al fascinante mundo de los detectives! Y el hombre con sombrero y pipa...

Durante mucho tiempo me quedé dándole vueltas a la posibilidad de hacer el curso (o al menos, enviar el cupón y ver qué pasaba). Finalmente, a los 12 años, se lo conté a mi papá. Y, para mi sorpresa, le pareció muy bien. Papá trabajaba en el centro (era abogado) y fue personalmente a la "Primera Escuela de Detectives", que había fundado Máximo Dabbah, ex policía.

El curso era entretenido de leer, pero salvo el primer trabajo práctico (escribir un cuento policial) los demás eran impracticables para mí. Así que esa fue mi experiencia como detective. Muchos años después, esa experiencia pondría en marcha "La escuela de detectives".

sábado, 23 de febrero de 2013

Mi amigo Domingo Savio

Cuando a los 14 años recibí la Confirmación, Rubén, mi padrino, me regaló un libros sobre la vida de San Juan Bosco. La figura del sacerdote turinés me fascinó. Y entre los personajes que desfilaban en las páginas del libro (Cavour, los reyes de Italia y Francia, Garibaldi) me llamó mucho la atención la figura de Domingo Savio. Nacido el 2 de abril de 1842, falleció con fama de santo el 9 de marzo de 1857: a los 14 años. La coincidencia de edades me llamó la atención. Busqué información pero (no eran tiempos de Internet) apenas conseguí algún dato suelto.Hasta que en una de mis frecuentes visitas a librerías de usados encontré una joya: el libro "Escritos fundamentales de Don Bosco", de la B.A.C. Allí se encontraba la biografía de Santo Domingo Savio, redactada por quien más lo conocía.

En mis clases a chicos de primaria, solía contar historias. A veces me iba bien, otras no. Pero cuando conté la de Domingo noté que los chicos quedaban electrizados. Así que me decidí a ponerla por escrito.

La primera edición se llamaba "El chico que quería ser santo", parafraseando a un cuento de Dino Buzzatti ("El hombre que quería sanarse"). A partir de la información precisa de Don Bosco, escribí la historia con un narrador compañero de Domingo (Lucas Fiorini) construido a partir de otras biografías de alumnos escritas por el santo (como la de Miguel Magone). Lucas admira a Domingo, pero su personalidad colérica me sirve de contrapunto y le da ritmo a la narración. La publiqué en Homely en el 2005, una edición de 1000 ejemplares. El libro se vendió bien, porque era un buen regalo para la Primera Comunión o para la Confirmación. Cinco años después estaba agotado y Ediciones Logos volvió a publicarlo. Me sugirieron cambiar el título, para reflejar mejor el contenido ("Mi amigo Domingo Savio"). Le hice algunos pequeños cambios en el vocabulario, y se ha seguido vendiendo bien.







El mundo era una isla


Siempre me gustaron los libros. Veía leer a mis padres (sigo pensando que el ejemplo es una de las mejores maneras de promover la lectura) y en mis cumpleaños nunca faltaba el regalo de un libro de la colección Robin Hood.

En 1975 cambié la calidez de mi hogar en Olivos por el rigor de Río Santiago. En esos duros comienzos (me costó muchísimo adaptarme, aunque –curiosamente- nunca me pasó por la cabeza pedir la baja), uno de los pocos sitios amigables era la Biblioteca. Con Enrique Estévez, compañero de 1ero 4ta, nos recomendábamos libros de la Colección Minotauro: “Los cristales soñadores”, de Sturgeon, “La tierra permanece”, de Stewart, “El señor de las moscas”, de Golding y todo lo que había de Bradbury. La conversación sobre libros durante la tregua del recreo mayor, sentados en aquellos bancos de la plaza de armas, es uno de mis mejores recuerdos.


Mi padre escribía libros jurídicos, ensayos políticos y artículos periodísticos, así que el proceso de escritura me era familiar: lo veía muchos sábados y domingos aporreando la máquina de escribir, revisando las pruebas de galera y celebrabamos como un acontecimiento la llegada de los libros o del diario que había publicado sus reflexiones. Escribir estaba en mi ADN.

Mis primeras publicaciones aparecieron en la revista Proa al Mar. La experiencia de verme en letras de molde y recibir comentarios de los lectores me resultó fascinante. Además, ser alumno del legendario profesor José María Ferrero, el Baco, fue otro poderoso estímulo para apreciar la literatura con entusiasmo. Leíamos a Hemingway, a Ibsen, a Maupassant… y lo conversábamos con él.

Cuando estaba en 5to año, el test de orientación vocacional me dio Letras. Sin embargo, el día de inscripción en la UBA, dudé y decidí anotarme en Filosofía. Mis lecturas me habían llevado a aguas profundas: Guitton y Maritain eran filósofos y dejé que su influencia me desviara de la literatura. Tuve el gusto de reencontrarme con Charlie Feiling en los pasillos de la sede que entonces tenía Filosofía y Letras en la calle Marcelo T. de Alvear. Charlie, de la XXVII, que estaba en segundo año de Letras, ya se perfilaba como el crítico y escritor talentoso que llegó a ser.

En 1981, en mi personal proceso de adaptación a la vida civil (casi tan arduo como el reclutamiento: nunca me fueron fáciles los cambios), me pasé a Derecho. El rigor de las leyes (en aquella época, se memorizaba demasiado) y la profusión de razonamientos lógicos volvió a despertarme el deseo por la literatura, como una evasión. Entre mis apuntes de Derecho Administrativo o Sucesiones,  fui escribiendo anécdotas y recuerdos liceanos.

En 1986 conseguí trabajo como profesor en un colegio (daba Educación Cívica). Decididamente litigar en los tribunales no era para mí y descubrí que lo que más me gustaba era enseñar y escribir. Al volver del colegio, por las tardes, empecé a redactar las andanzas de Ernesto (por Ernesto Avendaño, de la XXX, ahijado mío) Riat (apellido de un compañero de facultad que me sonó bien). El título lo tuve en mente desde el principio, parafraseando una obra póstuma de Hemingway, “París era una fiesta”.

En agosto, el manuscrito estaba terminado y encarpetado. Se lo hice llegar al director de Liceo, capitán Carlos Alberto Louge, para que me diera su opinión. Este detalle puede parecer ridículo, pero entonces me pareció natural hacerlo. A las pocas semanas el Director me envió una carta muy amable, que estará guardada por ahí, en la que se mostraba entusiasmado con el libro y me invitaba a Río Santiago. Aproveché el viaje para repasar algunos detalles “in situ”. Un guardiamarina me guiaba, aunque yo sabía más del Liceo que él. De hecho, al llegar al dormitorio, le señalé que en el pequeño depósito debajo de la escalera, solíamos tener un “bulo”. El michi abrió la puerta y allí estaban dos cadetorios in fraganti tomando mate mientras se fateaban alguna clase. Lamento el episodio, soy consciente que rompí un código. También fui a la biblioteca y hablé con algunos cadetes (si no recuerdo mal, uno era Rafael Gambirassi), que estaban estudiando. También entré a una clase, invitado por el Baco y almorcé en “Versalles”, el comedor de oficiales.

Entusiasmado, decidí embarcarme en la publicación del libro. Reboté en unas cuantas editoriales hasta que un amigo me comentó sobre una que se dedicaba a ediciones de baja tirada. La editorial se llamaba BAESA (Buenos Aires Edita Sociedad Anónima) y funcionaba en la librería Córdoba, Paraná 1013, en Capital. Me entrevisté con un español, José Luis Atienza, que escuchó mi propuesta y me pidió el manuscrito, para leerlo. En realidad, se lo pasó a un escritor, Juan Luis Gallardo, quien hizo un juicio favorable al libro aunque sugirió recortarlo un poco, siguiendo aquel principio: “El secreto para aburrir es decirlo todo”.

Para la tapa decidí armar una foto. Le pedí el uniforme a Alejandro Chiaia (chaquetilla y gorra) de la XXIX, y disfracé a uno de mis alumnos de primer año. Como era el uniforme que Alejandro había utilizado en sus primeros años de cadete, debí elegir a uno de los más bajos del curso: Cristián Bonadeo Miguens. La foto la sacó un compañero de trabajo, Gustavo Potente – sufrido profesor de francés quien solía reflexionar: “La esperanza es lo último que se perdió” – en el campo de deporte anexo al colegio. La foto salió bien, pero una tapa a color estaba fuera del presupuesto de BAESA, así que hice una yo mismo, caricaturizando una foto de 1979 donde aparecía el Curlo Wagner frente a la 5ta sección de la compañía de bípedos. Guardé la foto para más adelante.



Estábamos ya a fines de 1987. El siguiente paso era transcribir el manuscrito en computadora. La librería tenía una Macintosh 1984. Como no tenía acceso a otra máquina, un jueves llegué a la librería pocos minutos antes del cierre y me pasé toda la noche tipeando y corrigiendo el texto, mientras escuchaba la radio (uno de los temas del momento era “You´re the voice”, de John Farnham) y tomaba café de un termo que me habían dejado. Trabajé sin parar hasta las 9 de la mañana, hora en que volvieron a abrir y me fui a casa. Esta operación se repitió cada jueves hasta que el libro quedó terminado, unos días antes de Navidad.
Cada día de 1988 estuve esperando que llegaran los libros, pero por un motivo u otro, la impresión se retrasaba. Finalmente, un día de octubre, Mary, la telefonista del colegio me avisó que Atienza quería hablar conmigo. Ya tenían ejemplares. Inmediatamente llamé a mis padres (a quien les dediqué el libro) y salí del colegio (en Munro) rumbo a la editorial: no podía esperar a tener el libro en mis manos. Fue muy emocionante, algo parecido a sostener un hijo recién nacido.

Unos días más tarde me comentaron que ya habían vendido tres libros: dos los había comprado mi mamá y el otro, mi hermana. A pesar de este comienzo poco alentador, la primera edición de 300 ejemplares se agotó en un año, así que el editor insistió con una nueva edición en 1991 y una tercera en 1993.

Pero BAESA cerró a mediados de los noventa, así que salí a buscar editor nuevamente. Esta vez fue Homely Editorial, de Sebastián Altieri, quien tomó a su cuidado la 4ta edición, corregida y ampliada. Para la tapa, utilizamos la foto sacada en 1986. En la contratapa, pusimos una foto aérea del Liceo que me facilitó Miguel Pérez Cobo, de la XXIV. En enero de 2003, Homely publicó 2000 ejemplares de muy buena factura.

Lamentablemente, al poco tiempo caímos en las garras de un estafador. Habíamos conversado con Sebastián sobre la distribución del libro y en el suplemento literario La Nación (que salía los domingos) aparecía un aviso de Ediciones Pasco, ofreciendo distribución de libros por todo el país. Nos entrevistamos con el señor Oscar Castellani, sobrino del famoso jesuita. Le dejamos 1000 ejemplares y quedamos en volver a reunirnos al cabo de seis meses para hacer cuentas. Ese verano fui a Tucumán y con agrado encontré ejemplares en El Ateneo. Fue la última sensación agradable relacionada con Ediciones Pasco. Castellani distribuyó los libros, recibió el pago de las librerías y, como Keyser Soze en “Los sospechosos de siempre”, desapareció.Hoy, en tiempos de Internet, de haber googleado el nombre “Oscar Castellani ediciones” nos habríamos encontrado con un blog (Arte independiente) donde un grupo de escritores denuncia a este estafador y alerta a la comunidad literaria sobre sus andanzas.


Volviendo al libro, muchas veces me han preguntado si es autobiográfico. Aclaro siempre que no se tratan de mis recuerdos del Liceo o de mi adolescencia. Es cierto que yo estuve allí en esa época y pasé por muchas de esas situaciones (como todos los cadetes de aquellos años). Es cierto también que algunos de personajes existieron, pero no intenté hacer una crónica ni una memoria personal. Yo no soy Ernesto Riat.
Es ficción, una novela de iniciación ambientada en el Liceo Naval, un Harry Potter que en vez de aprender magia hace flexiones de brazos y se divierte navegando mientras los tremebundos insultos del Chule caen como rayos sobre su ballenera.
De vez en cuando, alguno me pregunta dónde conseguir ejemplares del libro. Actualmente se consiguen ejemplares en Librería Juncal (Talcahuano 1288, capital, Tel: 4812- 6062) o en Ediciones Logos (http://www.librerialogos.com/buscar.php?q=El+mundo+era+una+isla&categ=0 ), Rosario, donde lo envían por correo a todo el país.
El liceo de “El mundo era una isla” ya pertenece al pasado, con su tren a Río Santiago, su ferry, sus movimientos vivos y sus adolescentes sin más tecnología que las máquinas de escribir de Falconat. El protagonista, poco antes de egresar, tiene una pesadilla: está en el Liceo, pero no reconoce a nadie. Siente el dolor del extrañamiento, hasta que comprende lo que ha pasado… y lo acepta. Sabe que él se irá, pero el Liceo seguirá allí. Era lo que yo pensaba cuando lo escribí, a los 26 años. ¿Quién me habría dicho que de esas construcciones sólo quedarían ruinas? Los adolescentes de la XXVIII promoción somos ahora fantasmas en un castillo abandonado…

Termino este artículo con la cita final del libro, que es de Rabindranath Tagore (de su libro “Ofrenda lírica”) y que Ernesto Riat hace suya: “Creí que mi último viaje tocaba ya a su fin, gastado todo mi poder, que mi sendero se había cerrado, que ya había consumido todas mis provisiones, que era el momento de guarecerme en la silenciosa oscuridad… pero he visto que Tu voluntad no acaba nunca en mí y cuando las palabras viejas caen secas de mi lengua, nuevas melodías estallan en mi corazón, y donde las veredas antiguas se borran, aparece otra tierra maravillosa…”